"Sílbame, tú sílbame,
si te encuentras en peligro,
sílbame, tú sílbame y ya voy"
Ayer por fin vacié los cajones de la mesa que tuve en casa de mis
padres. ¡Cuánta historia había allí dentro!
Del primer cajón han salido muchos papelitos con notas caducadísimas (incluso una lista de la compra de hace 6 años... los alimentos ahora estarían criando gusanos; no, ni siquiera), entradas de cine, caramelos de manzana con sabor a mediodías en tren, papeles de colores y texturas rugosas, algún carrete de diapositivas sin usar y cartas y postales que todavía no he querido releer.
El segundo cajón es al que tengo más cariño. Para entenderlo habría que explicar que esa mesa estuvo antes en otra casa donde yo compartía cuarto con mi
hermano. El segundo cajón, el del medio (puesto que sólo son tres), estaba reservado para mí. No sé qué cosas metería en aquella época, pero el hecho es que cada uno tenía su espacio y ese, el correspondiente a mi estatura, era el mío.
Para marcar la propiedad (en esos años un cajón propio era como conquistar todo un continente al que había que clavar una bandera) mi hermano y yo pegamos unas pegatinas en los tiradores. Era la época en que los bollos y el pan de molde traía cromos y pegatinas de regalo. Mi segundo cajón desde entonces quedó marcado con una
Romy gatuna así como el de mi hermano tomó la estampa leonina de
Willy Fogg. Esos cajones fueron acogiendo recuerdos de vueltas al mundo imaginarias en algo más de 80 días.
Hoy seguía allí mi Romy, algo descolorida y arrugada, sonriendo desde su puesto de vigía, guardando ocho cuadernos. Dos de ellos tamaño folio y de tapas lisas, tres con formato A5 (dos regalados y uno comprado), y otros tres tamaño cuartilla: uno viene con pequeñas ilustraciones y frases de
Shakespeare en cada hoja, otro es de papel reciclado y el tercero, que es el más fino de todos, tiene en la portada la reproducción de un cuadro de
Hendrick Avercamp y el interior sigue tan blanco como el hielo sobre el que patinan sus personajes.
Tres de estos ocho cuadernos siguen esperando su momento, soñando cuál será su primera frase o dibujo. Los otros cinco, cajones también a su manera, contienen una amalgama de piezas sueltas, apuntes de Filología hispánica, dibujos y apuntes rápidos, una lista de palabras que me gustan aunque
acurrucarse no aparezca, fragmentos de libros y poemas, intentos fallidos de textos propios que no recordaba haber escrito y que he releído con una mezcla de vergüenza y extrañamiento, la receta de la tarta de manzana de mi abuela (precalentar el horno a 180º) y los posibles nombres para una gatita que llegó en aquella época, (un catorce de noviembre, para ser exactos).
El último cajón, el tercero y más cercano al suelo, es el menos honroso. Estaba reservado a papeles viejos y recortes de prensa; folios desechados en los que solo una de las caras estaba usada y que yo rescataba del olvido para darles una nueva oportunidad tomando notas o dibujando por su revés. De ahí salieron parejas estrambóticas, uniones de textos viejos revividos por la interpretación que desde la otra cara, como dibujo o nuevo texto, se les daba. Quizá sea al revés y éste sea el más honroso de los tres cajones, al menos el más solidario y considerado.
En unas semanas la mesa, con su cajonera y su Romy fiel, se va de viaje; van a conocer el mundo que ya han visto en su interior, a recorrer una larga distancia para acoger otros cuadernos, caramelos y postales. Pero mi Romy seguirá ahí, vigilando mis recuerdos y mi historia
en barco, en elefante, en tren.
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